martes, 27 de julio de 2010

Comentario

Camina campante, compra un jugo de naranja heladísimo, y lo bebe. Busca con la mirada el lugar perfecto. Lo vio. Además tiene una manta, y la camisa bien planchada. Siempre. Al llegar allí, se sienta lentamente, se cubre con la manta de cuadros azules y respira profundo mientras observa a todo el mundo a través del láser de sus ojos, ahora.

Duerme. Se relaja apoyando la espalda en la pared, cierra los ojos y quién sabe adónde irá su mente, quién sabe los caminos que recorre su frágil imaginación. Junta las piernas, cruza los brazos y se esconde bajo la sombra de un poste de luz.

Toda la gente pasa a su lado, pero ni lo toman en cuenta, es como una bolsa de basura, o algún desperdicio urbano que nunca llama la atención. Y sigue durmiendo, hasta con sonrisa incluída. Y la gente sigue pasando, nadie imagina, nadie sabe, nadie sospecha siquiera que acaba de cometer un asesinato.
Uno más, uno de esos nocturnos, que en la última palabra transforman, desgarran. Uno de esos crímenes que hacen que la tranquilidad del mar, su calidez, pureza y transparencia, terminen siendo un remolino lleno de espuma que opaca el paisaje. Así es, así es. No vale quejarse. Y toda la belleza que se sintió se empotra contra el reflejo de la fealdad y del desgano.

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