viernes, 24 de mayo de 2013

Cómplice


El primer paso de la primera puerta que se abre, aunque tan sólo unos centímetros. Eso sí, aún chilla demasiado. Aceite y urgente.
Hay, en el largometraje, muchas situaciones de tensión. Estupor que llega a la garganta cada vez que imagina al boomerang regresando por todo lo alto, atravesando ramas inventadas de árboles pintados que aparecen para impedir el trayecto de aquella arma mortal, de aquella arma temeraria que hace correr a la gente solitaria a encontrarse con el mundo y tomar una taza de café.

¿De dónde proviene toda la gente solitaria? A lo mejor de casitas construidas en las lejanías de la buena voluntad y la inocencia. Aunque, inocencia conciente ya es complicidad. Y se sabe que nunca, ever, se debe despertar la furia de los dioses,  cosa seria que no conviene a ningún negociante del mar ni de la tierra.

Pero la puerta sigue sonando, sobre todo por las noches, y el ruido del crujir de la madera con los clavitos de metal indica que no hay marcha atrás.  Es como atravesar “el muro”, escalar en medio de una ventisca para luego disfrutar de lo que nunca se había visto antes: el mundo.
Timbres ahogados y campanas sordas, piernas largas que caminan alejadas del suelo mirándolo con desprecio. Es momento de usarlas para bailar, bailar tanto hasta quemar el piso, negrearlo, romperlo en pedazos de cemento para que nadie entre ahí de nuevo.  Aunque para ello, se necesitan dos.

 Cómplices here, there and everywhere.

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