El primer paso de la primera puerta que se abre, aunque tan
sólo unos centímetros. Eso sí, aún chilla demasiado. Aceite y urgente.
Hay, en el largometraje, muchas situaciones de tensión. Estupor
que llega a la garganta cada vez que imagina al boomerang regresando por todo
lo alto, atravesando ramas inventadas de árboles pintados que aparecen para
impedir el trayecto de aquella arma mortal, de aquella arma temeraria que hace
correr a la gente solitaria a encontrarse con el mundo y tomar una taza de
café.
¿De dónde proviene toda la gente solitaria? A lo mejor de
casitas construidas en las lejanías de la buena voluntad y la inocencia.
Aunque, inocencia conciente ya es complicidad. Y se sabe que nunca, ever, se
debe despertar la furia de los dioses, cosa
seria que no conviene a ningún negociante del mar ni de la tierra.
Pero la puerta sigue sonando, sobre todo por las noches, y
el ruido del crujir de la madera con los clavitos de metal indica que no hay
marcha atrás. Es como atravesar “el muro”,
escalar en medio de una ventisca para luego disfrutar de lo que nunca se había
visto antes: el mundo.
Timbres ahogados y campanas sordas, piernas largas que
caminan alejadas del suelo mirándolo con desprecio. Es momento de usarlas para
bailar, bailar tanto hasta quemar el piso, negrearlo, romperlo en pedazos de
cemento para que nadie entre ahí de nuevo.
Aunque para ello, se necesitan dos.
Cómplices here, there and everywhere.
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