Ya no hubo deseos de lunes bien, ni siquiera pensamientos
típicos jocosos de burla frente al día de la semana más largo, aburrido y
sinsentido. Todo eso se transformó, al unísono. Y es que actuar sin entender el
porqué de algo es el castigo más fino e irritante para cualquier mortal (e
inmortal)
Y aparecen los signos de interrogación de gelatina,
tambaleándose como un borrachín de medianoche intentando, a duras penas, llegar
al hogar en automático. Tristes sonrisas, dientes amarillos mostrando altanería
y defendiendo a capa y espada el sótano y el polvo que prefiere no removerse
para evitar las alergias, los estornudos y el malestar nasal.
Calma, dicen; toma tu tiempo sin apuros, repiten: La verdad
es que el payasito del semáforo ya se cansó. No soporta hacer su número circense y no
recibir una mísera moneda. Mira rostros, mira cejas, mira miradas que le
esquivan; autos de lujo, de colores y tamaños: saca un hacha y empieza a
filetearlos al antojo. Golpe tras golpe los hace chicharrón, acordeones Toyota,
Mitsubishi: Coloca un letrero ¡se venden!
Y, con los ojos inyectados, se le olvidó ser el bueno y la
sonrisa la canjeó por una jeta colgante; la nariz se la sacó y se le nota el
sudor por encima de los labios superiores. Cada cierto tiempo es necesario variar el número para
que la gente maniquí lo vea, lo observe, sepa quién es y qué hace. Y ese tiempo
llegó, no sabe si forzado pero algo externo le ha impactado. ¿Serán los
periódicos que leyó cargados de las noticias del lunes?
Se aburrió, se hartó de la estúpida compasión de
camaradería.
Ahora, está sentado en el pase peatonal (entre ambos semáforos), ya se puso la
nariz, ya le volvió la sonrisa, pero sigue teniendo el hacha. Ahora todos los autos voltean una cuadra
atrás.
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