lunes, 4 de octubre de 2010

batallas cotidianas

Juguemos.
El equipo rojo a un lado. El equipo azul al otro. Y que salpique la sangre.
Primer ataque fulminante, balazos llenos de escrúpulos, determinación y la minuciosidad enfermiza. Golpe bajo, pero los azules son fuertes, parecen a prueba de balas. No se caen, resisten, más bien insisten.
El segundo ataque es de los azules, como fumando una pipa y sentados bajo una sombrilla multicolor y de espaldas al frente de batalla. Bingo, metrallas de soberbia. El saldo: sucesión de muertes lentas del ejército rival.
Un nuevo ataque de los rojos, utilizan ahora granadas cargadas de estrategia, esa que tantas veces los sacaron de miles de aprietos: funciona, pero no por mucho tiempo. Parece.
La respuesta azul, siempre insensible al dolor de los ataques enemigos: bombardeos aéreos de tranquilidad que parecen indiferencia en algunas nubes. Perfecta forma de camuflar los temerosos morteros que van destruyendo al enemigo.

Y así, ambos despliegan todo su potencial, sus herraminetas malévolas, defensivas, ofensivas, pensadas, impulsivas. Así, hasta los gritos de cada soldado, son navajas que van directo a las venas inflándolas, desgastándolas, cicatrizándolas.

Este es el juego, el de la lucha diaria. Esta es la lucha, el del juego diario. Pensemos que si es lucha habrá un derrotado, o al menos uno peor que otro. Pensemos que si es juego ambos ejércitos terminarán de luchar y se abrazarán. Pero se volverán locos. O sabios. O idiotas.

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