sábado, 29 de mayo de 2010

Miseria

Se acabaron las flores. Día a día se había acostumbrado a cortarlas, a usar la regadera para hacerlas felices, a quitarles las espinas y colocarlas en bellos floreros de mil colores; se había acostumbrado a mimarlas.
Y ahora, al despertarse ha encontrado la soledad, la mañana ploma, lúgubre y abandonada. Desaparecieron todas, no queda ni una sola. Ya no quema el sol hasta hacerle enfurecer, ya no se seca el sudor de la frente con el antebrazo. Ya no. Ahora todo vuelve a la normalidad, casi enfermiza, casi enfermante. 

Es curioso porque antes odiaba el sol, de hecho lo sigue odiando. Pero esta mañana lo extrañó, y mucho. ¿O poco? Es cuestión de percepción, es cuestión de pensar si levantarse de la cama con el pie derecho es buena suerte. Porque tiene la manía hasta de ponerse el zapato derecho primero. Extraña las flores, porque ahora no hay aventuras en el día. Y no hay emoción, ni algo que contar. Se ha quedado como el pichón en el nido: confundido, esperando que lleguen pero sin saber qué hacer. Quiere volar y no puede, quiere comer pero no tiene qué. Está en búsqueda de su propio exterminio. Desearía atreverse a caer, y buscar por sí mismo el alimento, y que cuando lleguen a buscarlo no lo encuentren. 




Y en medio de esta situación, del reconocimiento de su paupérrima situación, aún así se anima a buscar alguna flor, al menos una. Pero observa el mundo y está vacío, completamente llano, árido, y en el fondo las nubes cargadas arrojan ligeras gotas de rayos, de luz, de electricidad: es como si la naturaleza lo invitara a cambiar de rumbo, o de cuerpo.

Añora, tiene ansias, sonríe, llora, juega, salta, olfatea, cae, ríe, palmotea. Han pasado nueve días y no encuentra ni una sola flor. No se ha dado por vencido aunque en el fondo sabe de la ridiculez de su empresa. Pero no es enoja por eso, él sigue pensando cómo es que de un día para el otro todas sus flores desaparecieron, con sus floreros, con sus lindos tallos y los capullos resplandecientes. Lo peor de todo, es que la regadera sigue ahí, en la esquina de su cuarto, mirándolo y haciéndole recordar los grandes momentos que pasaron juntos. Porque, como diría el buen Dante:

"No hay mayor dolor que acordarse del tiempo feliz en la miseria"
(Dante. La divina comedia. Canto quinto. Barcelona. Biblotex, 2000. p. 27)

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