viernes, 28 de mayo de 2010

Balance

Una gota de sudor pasea lentamente desde su afilada patilla hasta rozar el mentón. Acaba de meter la cabeza a un balde de agua helada, cerró los ojos ahí dentro y pensó "Ahora". Tiene los ojos abiertos pero todavía no ve, la mirada es impenetrable pero no observa nada. Ha detenido sus pequeños saltos para conversar con él; todo el ruido del lugar es taponeado, no hay nada ni nadie que le desconcentre. Lentamente empieza a ver, y ahí está su familia, todos nerviosos pero felices saltando; también están los caballeros, aquellos que le llevarán al éxito (o al menos la cáscara de su intención es esa); también están los miles de fans que han venido a ver al campeón. Todos con carteles, de pie, y gritando cosas que él no llega a entender y que, piensa, no tienen sentido ni utilidad.
¿Para qué escucharlos? ¿Para qué?

Lleva puesta una bata de seda, es amarilla como el sol de mediodía, con dos líneas rojas que estarían presagiando el banquete. Los zapatos bien amarrados y pegadísimos a los pies; y, claro, los guantes rojos totalmente ajustados a los antebrazos. Sus herramientas de trabajo, una vez más, están listas para empezar su labor. Las pestañas se reabren y por fín mira el escenario: Tribunas abarrotadas, el ring en perfectas condiciones, las cuerdas bien elásticas y templadas, porque ha aprendido a rebotar.
Nadie podrá vencerte jamás


Tanto sacrificio, tanto esfuerzo, jornadas de agonía y cansancio. Entrenamiento. La gloria es su objetivo, la fama no lo detiene. Como Aquiles, no reconoce a sus reyes. Su entrenador ahí, en ese mismo instante, no es más que un maniquí. Así está el campeón, preparado para la jungla, para la agilidad, el trueno y los moretones. ¡Ha entrenado tanto! ¡Cuántos días! ¡Cuántas horas¡ ¿Sacrificio? Eso no existe, el sacrificio no es más que la excusa para que el soberbio deje pasar su ego de manera filtrada y disimulada.
El campeón sabe que es el mejor, es el campeón por algo.

Todo listo, el árbitro llama al campeón al centro del ring. Hasta ahora el mundo ha rotado hacia su eje. De pronto, un pequeño detalle, ha observado su radio de acción y lo vio. Es su contrincante.
El campeón se pregunta: ¿Por qué es tan grande? No es que sus 65 kilogramos se asusten al ver al rival, pero... es enorme. Calcula, unos 120 kg.
¡Pero así no se puede pelear! Huye! No sería una pelea justa...

Y por un segundo el campeón duda. ¿Miedo? No concibe esa palabra en su diccionario.
Por un segundo el campeón piensa ¿Le temes? No concibe esa sensación en sí. 
Por un segundo el campeón siente que el guante se desajusta ¿Te irás? No concibe el retroceso como estrategia. ¡A pelear!
Pelea surreal, pero se está produciendo...

Al terminar la pelea, el coliseo estalla en júbilo. No porque fue un gran espectáculo ni porque el campeón haya sido derrotado en el primer round de una trompada que no olvidará nunca (y vaya si lo tritutaron como un halcón desmenuza a una lombriz).  El coliseo salta y se ríe de él porque le están mostrando, le están restregando, le están encarando (al campeón) que aquello que no entendía al inicio -o que no quiso entender- y que todos los fans le trataton de decir de mil maneras, fue lo siguiente:
"Pelea siempre con alguien de tu peso"


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